28 de NOVIEMBRE de 2014
Días
fríos, días oscuros, días de sofá y manta. El invierno empieza a
asomarse y con él llega la Navidad. Hoy se da el pistoletazo de
salida de cara al consumismo desenfrenado. Hoy se adelantan las
compras navideñas con una costumbre muy americana, que pronto
importaremos, como todo lo que viene de allí. Es el viernes negro,
en el cual, las grandes superficies realizan ofertas con las que
pretenden obtener grandes beneficios y deshacerse del stock de sus
almacenes y así dar entrada a nuevos productos.
Con la Navidad, viene el Olentzero y
con el, los regalos. Hoy en día nos esmeramos por agasajar a los
nuestros con infinidad de ellos, pensando que nunca van a ser
suficientes o por temor a que no sean menos que los demás. Con esta
práctica los niños pierden la ilusión y la esperanza. Se
acostumbran a tenerlo todo y no valoran absolutamente nada. A saber
cuáles de esos 10 ó 20 juguetes pasarán en breve a formar parte
del montón de cacharros olvidados.
Echando la mirada atrás, recuerdo
cuando me levantaba de la cama a recoger el único regalo de turno.
Sólo era uno, pero para mí, era el mejor regalo del mundo. Más
atrás quedan esos juguetes tallados en madera por el aitite o la muñeca de trapo de la amama. Eran
estructuras que asemejaban objetos reales, hechos con toda la
intención del mundo, con las formas que permitían las manos
cansadas de un anciano. No importaba, nuestra mente hacía el resto.
Eramos capaces de inventarnos alas, ruedas, voces, sonidos e incluso
poderes sobrenaturales. Un mismo juguete tenía múltiples usos. Eran
juguetes que lo soportaban todo, no como los de ahora. Eras tú quien
iba en busca del juego, no era el juguete quien te pedía que jugaras
con él. Hoy en día los hay que lo hacen todo. No dejan sitio a la
imaginación. Desde que entramos en la edad de plástico, algunos se
rompen hasta sacándolos del envoltorio. Están fabricados para
romperse y así poder continuar con un negocio multimillonario. Es
algo que no llegan a heredar unos hermanos de otros.
Recuerdo las horas y horas que
pasaba jugando con esos pequeños muñecos de brazos rígidos.
Cuántas batallas, cuántas historias y cuántos guiones de cine se
podrían haber escrito con las aventuras que salían de mi cabeza y
de las cabezas de todos los niños de la época. Ahora, con la era
digital, las historias están creadas y los niños sólo tienen que
pulsar el botón de turno. Las empresas jugueteras crean productos,
prácticamente autónomos, en los que la participación de los niños
queda relegada prácticamente a la figura de espectador.
Atrás queda esa época en la que
jugábamos incluso sin juguetes. Al burro, al escondite, a coger...
La situación económica era otra y esa necesidad de jugar hacía
aflorar el ingenio. El capitalismo y el consumismo nos han traído
nuevas costumbres y nos han generado necesidades que antes no
teníamos. Nada es suficiente, no nos conformamos con lo que tenemos
y siempre hay que estar a la última, hay que seguir las modas.
Comprar y comprar, gastar y gastar. Esa es su voluntad.
Está claro que la infancia es una
etapa muy importante en el desarrollo del ser humano. Es un periodo
que marca de manera clara el resto de nuestras vidas. De cómo
vivamos esos días, dependerá en gran medida cómo seremos en el
futuro. En manos de todos nosotros está que nuestros hijos no se
conviertan en juguetes rotos.
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